El obelisco del Vaticano, un reto de la ingeniería

Una vez hubo un sueño llamado Roma, sólo podías susurrarlo, a nada que levantaras la voz se desvanecía, tal era su fragilidad.
Marco Aurelio en Gladiator(Ridley Scott)

Plaza de San Pedro, Roma, con el obelisco en su centro (Visitando Europa)
Ese sueño, no en vano, es el de una ciudad que se dice eterna, y a la cual quien suscribe necesita volver de vez en cuando. Inagotable y caótica, cada visita te ofrece algo nuevo; incluso, tal vez, una nueva visión sobre algo que ya aparecía tachado en la lista.

Preparando el último viaje a la capital italiana me apoyé en el muy recomendable Roma. Una historia cultural, de Robert Hughes, el cual permite entender (hasta donde es posible) como ha crecido y evolucionado la ciudad ab urbe condita hasta nuestros días. Durante esta fascinante historia hay varios periodos especialmente interesantes, siendo uno de ellos, claro, el Renacimiento; y en esta época se planteó un problema técnico que hasta ese momento -pese a mi formación como ingeniero- no me había planteado.¿Cómo se habían erigido los distintos obeliscos presentes en la ciudad, y muy especialmente el archifamoso que se alza en el centro de la plaza de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano? 

La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces.

Durante la edad antigua numerosos obeliscos fueron llevados desde Egipto hasta diversas ciudades del imperio. En el siglo XVI se contabilizaban trece en Roma, todos ellos, salvo uno, rotos o tumbados, o, en su mayoría, ambas cosas, debido a movimientos de tierra. El nulo interés que habían despertado durante siglos justifica que no se intentaran restaurar, pero, ¿cómo habían llegado exactamente hasta allí?

El primer paso es determinar su origen. Todos los obeliscos egipcios conocidos venían de la misma cantera: un depósito de sienita -granito rojizo, una piedra extremadamente dura y de grano fino- situada en Asuán, bajo la primera catarata del Nilo, a unos 1.125 kilómetros de Alejandría.

El proceso de elaboración de los mismos requeriría muchas explicaciones, precisamente por lo básico de las técnicas y herramientas empleadas; además, dada la mala costumbre de las antiguas civilizaciones de no dejar todo estos procesos por escrito, todo son meras hipótesis. Esencialmente, se precisaba mucha paciencia y usar a favor las leyes de la física para usar máquinas básicas: palancas, rodillos, planos inclinados, cuñas, cuerdas, grasa -a modo de lubricante- y mucha mano de obra (abundante en el Egipto faraónico, en términos comparativos). 

Conec.es

El primer paso era el tallado del obelisco. Esto se hacía en la propia roca de la cantera, de manera horizontal. Los trabajadores, para ello, marcaban en el granito el perfil del obelisco, abriendo un canal siguiendo ese perfil, con varios orificios en el mismo. A continuación, eran el fuego o el agua quienes completaban la tarea, pues podía recurrirse a dos técnicas básicas.

La primera, con agua, implicaba tapar los orificios con tapones de madera y a continuación inundar el canal; la madera, al empaparse, se hinchaba y hacía que la roca se resquebrajase siguiendo el perfil.

La segunda, con fuego, manteniéndolo encendido a lo largo de todo el canal hasta que la roca estuviera muy caliente, y, a continuación (tras retirar ascuas y cenizas), sofocándolo de golpe con agua fría, provocando también su resquebrajamiento. 

Obviamente, el siguiente paso era el pulido del obelisco; los posibles abrasivos son esmeril, corindón o incluso polvo de diamante. Y paciencia, mucha paciencia, especialmente con el piramidiónEn cuanto al transporte del mismo, una vez tallado, casi mejor verlo de manera gráfica, y dejar a los extraterrestres para las películas de Spielberg.

Imagen tomada de Conec.es
Tampoco tenemos evidencias de como llegaron los obeliscos a Roma, pero es de suponer que se usaron enormes galeras, fuertemente lastradas para evitar bandazos provocados por semejante carga. Y una vez en Ostia -o en el puerto correspondiente- había que desembarcarlo, moviéndolo nuevamente con mucha lentitud. Los llegados a la ciudad de los Césares se colocaron en distintos lugares de la urbe; el que nos ocupa, en concreto, había llegado a Roma bajo el gobierno de Calígula y se ubicaba en los restos del Circo Máximo. Pero nuevamente, no ha quedado ningún documento explicando los pasos dados para su traslado.

No basta tener un buen ingenio, lo principal es aplicarlo bien

Archivo propio
Así que, cuando en 1585, en plena vorágine de reformas de la ciudad, el Papa Sixto V decidió ubicar ese obelisco -el único intacto en aquel momento- en la futura plaza de San Pedro, era preciso idear un sistema para moverlo hasta su ubicación definitiva. Se designó una comisión para estudiar el problema, y se generaron propuestas de todo tipo, la mayoría inútiles o incluso potencialmente letales. Finalmente, el Pontífice asignó el problema a su propio arquitecto, Domenico Fontana, que estaría supervisado por el distinguido arquitecto florentino Bartolomeo Ammanati (autor del patio del Palazzo Pitti de Florencia o la Villa Giulia en Roma).

Realmente, Fontana era mejor ingeniero, así que apenas necesitó a Ammanati. Para erigir el obelisco colocó un par de enormes pilones de madera a cada lado del obelisco, cada uno de 28 metros, firmemente sujetos por tirafondos de hierro. El obelisco en sí se acolcho con paja y se encajonó con tablones de 60 cm de grosor (para evitar daños al mismo si había una caída accidental), y se colocaron unas bandas de argolla firmemente sujetas a esta estructura.

Mediante poleas, tornos y sogas se organizó un sistema de tracción, dependiente de unos cabrestantes impulsados por caballos, destinado a mover el fabuloso obelisco. Su peso se calculó en 309.000 kg, y Fontana llegó a la conclusión de que se precisarían 40 cabrestantes, accionados cada uno por 4 caballos, para levantar el 80% del peso del obeliscoEn definitiva, un desafío para la ingeniería de entonces. Incluso las sogas tuvieron que ser fabricadas ex profeso para aguantar la tensión necesaria.

La coordinación era también critica, puesto que era necesario mantener una tensión uniforme en todos ellos, evitando en todo momento que se ladease la estructura. Para ello se acordó un sistema de señales sonoras: una trompeta indicaría tirar, y una campanilla parar.


Grabado representando el gran proyecto que supuso la colocación del obelisco (papasistov.it)

Por supuesto, había otros problemas, como la ruta a seguir para trasladar el monstruo de piedra. Su Santidad no se anduvo con chiquitas, y publicó largas y detalladas órdenes en las que advirtió que nadie «deberá atreverse a impedir o perturbar de ninguna manera los trabajos». Esto significaba acogerse al derecho a la expropiación de cualquier cosa que se hallara a lo largo de la ruta del obelisco. Además se estableció un cerco de seguridad para que nadie interrumpiese de ninguna manera las maniobras; incluso se advirtió a la población que no se hiciese ningún ruido, bajo pena de ejecución.

Aunque esta advertencia no evitó que  un marinero genovés llamado Brescia di Bordighera, al ver que las cuerdas estaban cerca arder por la fricción, gritase "¡Agua a las cuerdas!"; lejos de castigarle, el Papa le premió con rentas vitalicias. En todo caso, esto es, casi con toda seguridad, una leyenda.

Así pues, se realizó el proyecto -a la vez faraónico y papal- levantando el obelisco de su base para después tenderlo boca abajo sobre el enorme vagón de rodillos que lo transportaría a su ubicación. Una vez allí hubo que volver a montar la estructura de pilones y cabrestantes para poner nuevamente el obelisco en vertical sobre su soporte. Finalmente, cuando hubo alcanzado su posición final, Sixto V gritó, emocionado "Lo que era pagano es ahora emblema del cristianismo". El traslado no dejaba de ser una metáfora del esfuerzo de la Contrarreforma.

En este mundo solo podemos estar seguros de la muerte y los impuestos

Esta obra fue la más espectacular del papado de Sixto V, pero no la única; dejando aparte obras más convencionales, encargó la colocación de otros obeliscos. Uno aún mayor yacía en tres pedazos cercanos a San Juan de Letrán. Fontana logró levantarlo y repararlo tan bien que las uniones son apenas perceptibles. También movió desde el circo Máximo un tercer obelisco, hasta la Piazza del Popolo, donde aún se ubica. Finalmente, mandó excavar el obelisco que yacía, en cuatro fragmentos en la Via di Ripetta, y trasladarlo tras Santa María la Mayor; este proyecto finalizó en 1587.

Estatua orante de Sixto V
en Santa María Maggiore (Wikipedia)
Aunque una pregunta importante es cómo pudo financiar estos titánicos proyectos, además de los otros muchos que llevó a cabo durante su pontificado, que cambiaron radicalmente y para siempre la fisonomía de la Ciudad Eterna en sus edificios, plazas, fuentes, etc. Para ello recurrió a la venta de cargos, préstamos públicos y, sobre todo, voraces impuestos. 

De hecho, consiguió tal acumulación de riquezas en metálico para el Papado (una de las más grandes en la Europa del momento), que afectó gravemente a la economía romana por falta de dinero en circulación. Con los caudales acumulados quiso ayudar a la Felicísima Armada destinada a invadir la herética Inglaterra mediante un gran subsidio de un millón de coronas, pero que no se pagaría hasta que las tropas españolas desembarcasen, por lo que finalmente se ahorró una fortuna.

Por todo ello, la posteridad y los enamorados de la ciudad de Roma podemos estar agradecidos a Sixto V, Restaurator Urbis. Pero tampoco es ninguna sorpresa que sus coetáneos destrozasen la estatua en su honor el en Capitolio apenas falleció, ya que los había desangrado para financiar sus obras. 

Pese a ello, el afán constructor y reformador continuó entre los ocupantes de la cátedra de San Pedro, y papas posteriores continuaron modificando la ciudad y llevando a la recuperación de obeliscos; destaca Pio VI, que ya en el siglo XVIII, mandó erigir 3 durante su pontificado (en el Quirinal, en lo alto de las Escaleras Españolas y en Montecitorio), contribuyendo a embellecer la caótica, insustituible y bellísima ciudad de Roma.

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